Hacia el Norte corrían jinete y corcel, donde les esperaba el sexto amuleto; aunque le resultaba difícil orientarse sin sol, confió en el sexto sentido de Reverte, que tenía una extraordinaria capacidad para ir hacia el punto cardinal que le indicara su amo.
Capítulo 11 – Los Siete Poderes
Desde pequeño tuvo ese excepcional poder, y jamás se equivocó. Le bastaba a Benjamín susurrar en su oído el punto hacia el que debían marchar, y el caballo enfilaba sin dudar una dirección, que resultaba ser siempre la correcta.
Calculaba el príncipe que debían ser más de la una de la tarde, así que el tiempo apremiaba. Por fin llegó a donde debía estar el sexto amuleto, definido en el mapa con un dibujo de lo más cotidiano: parecía una simple capa, con un medallón para ceñirla al cuello. El habitual páramo tenía esta vez una peculiaridad que lo hacía distinto a los anteriores lugares donde se hallaron los otros amuletos. En el centro del pedregal aparecía una especie de zona pantanosa, un agua sucia y cenagosa que no presagiaba nada bueno. En el centro de aquella ciénaga había un pequeño islote, de apenas dos yardas de ancho. Benjamín intuyó que en aquel islote debía estar el amuleto. Repitió el ritual de costumbre y, en efecto, allí estaba la capa, con la apariencia de un paño plegado sobre sí mismo, de color verde, con un medallón encima, semejante al que aparecía, a pequeña escala, en el mapa, colocada sobre una peña, en medio del islote, y éste en medio de la ciénaga. Por tanto, se trataba de atravesar el agua sucia y ver allí cómo conseguir el amuleto. Decidió que lo atravesaría a lomos de Reverte; pero cuando se encontraba ya al mismo borde de la pequeña laguna, el caballo comenzó a resoplar y, en contra de sus órdenes, se resistió a entrar en el agua. ¿Cómo era aquello? Reverte siempre había sido obediente, nunca había discutido una orden. ¿Por qué, entonces, ahora lo hacía?
–Vamos, caballito mío, que es sólo agua sucia, no temas.
Pero el caballo, con el lomo erizado, parecía querer decir que no. Piafaba, sudaba a chorros, pero no era capaz de dar el paso decisivo. Sus cascos estaban apenas a escasas pulgadas de la ciénaga, pero no se movían de allí.
Extrañado, el príncipe desmontó y observó la superficie de la laguna. El agua estaba muy sucia y parecía pegajosa, pero no entendía qué peligro podía haber allí. Se aproximó a un cercano árbol reseco y sin hojas y arrancó una rama. La arrojó a la ciénaga y, cuál no sería su sorpresa, cuando lo que parecía agua sucia empezó a succionar la rama y se la tragó en un santiamén. Benjamín se puso blanco: bajo una delgada capa de agua sucia lo que había realmente eran… ¡arenas movedizas!
Menos mal que Reverte lo había intuido y le había salvado, una vez más, de una muerte cierta. Retiró a su fiel amigo del borde de aquel infierno, mientras lo acariciaba dándole las gracias. ¿Cómo iba a alcanzar, entonces, el islote? Estaba relativamente cerca, pero lo separaba de tierra firme unas dos yardas de arenas movedizas. Es decir, tenía que llegar hasta el islote sin tocar esas dos yardas de trampa mortal. Una idea, bastante extravagante, pugnó por hacerse un hueco en su mente. De niño jugaba con sus amigos a saltar ayudándose de largos palos, y ganaba el que más lejos llegaba. El juego consistía en ir corriendo con el palo en paralelo con respecto al suelo, y al llegar al punto acordado, colocar el palo en vertical y, aprovechando la inercia, dar un salto mucho mayor que el que podía conseguirse saltando por sus propios medios, sin más. ¿Y si la solución a aquel problema estuviera, precisamente, en aquel juego infantil? Claro que por allí no había ningún palo largo, porque todo era un páramo, y el árbol del que había tomado la rama estaba podrido, y además no tenía rama alguna de las características que necesitaba. Miró alrededor, buscando algo que pudiera ayudarle, y se detuvo en la lanza. ¿No podría ser quizá ése el sustituto del palo largo de su niñez? Al fin y al cabo, era un palo, aunque con punta de hierro. La tomó, la sopesó, vio cuanto medía y el espacio que le faltaba hasta alcanzar el islote, y llegó a la conclusión de que podría servir.
Tomó la lanza, colocando la punta hacia delante. Como en su infancia, la sostuvo en horizontal y retrocedió algunas yardas para poder tomar carrera. Comenzó a correr, con el corazón encogido; si fallaba caería en las arenas movedizas, pero no tenía tiempo para esperar otra idea. Los pies de Benjamín corrían ágiles hacia la ciénaga. Cuando faltaban escasamente dos yardas, el joven dirigió la lanza hacia el suelo, hincándose casi al borde de la laguna negra. El príncipe basculó su cuerpo siguiendo la curva que desplegaba la lanza y, limpiamente, cayó en el islote, casi al lado de la capa doblada. ¡Lo había conseguido! Realmente había tenido suerte, y sobre todo, se felicitó porque aquel simple juego infantil le hubiera sido ahora de tanta utilidad. Claro que ahora quedaba otro problema, cómo obtener el amuleto. Pero, de repente, se dio cuenta de que la capa se había elevado en el aire, y que los ruidos naturales se habían cortado en seco. La voz tronó una vez más:
–Quien me ha conseguido tendrá el Poder de Volar si reúne el otro amuleto del Poder.
Había obtenido el poder al vencer el obstáculo de las arenas movedizas. Tanto era así que, maravillosamente, la ciénaga comenzó a menguar, a acortarse en sus orillas, y en pocos segundos lo que era una trampa mortal se convirtió en tierra seca y segura. Benjamín acudió junto a Reverte, con toda la corte de los seis amuletos tras él.
Sólo le quedaba un elemento, pero el tiempo apremiaba: calculaba que debían ser al menos las dos, y todavía tenía que conseguir el último amuleto y volver a Madrona; estaba muy apretado de tiempo. Montó a Reverte y el caballo se lanzó al galope hacia el Oeste. Además, el último talismán quedaba muy lejos del castillo; por un momento, Benjamín creyó que no lo lograría. Pero había pasado mucho para rendirse ahora. Tenía que conseguirlo como fuera.
Capítulo 11 – Los Siete Poderes
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Foto Flickr «Agua oscuro»: Don Meliton