EL JUEGO DEL AHORA, neurociencia y el aprendizaje a través del juego. Cartas de yoga y pausa, juegos de atención, regulación emocional, preguntas de autoconocimiento. PARA NIÑOS DE 9 A 99 AÑOS

Pero no tuvo tiempo de detenerse mucho más. El ominoso silbido de la nube negra de Milona aproximándose le avisó de que el combate proseguía. La bruja traía algo en la mano, un objeto blancuzco y al parecer duro, que pronto Benjamín identificó como un trozo de hielo.

Ser de hielo

Capítulo 14 – Los Siete Poderes

La vieja maga lo lanzó al aire, hacia arriba, mientras con los brazos trazaba dos círculos concéntricos por debajo del hielo, que danzaba todavía con la inercia del lanzamiento, preparándose para caer por la fuerza de la gravedad. Pero, de pronto, como si cambiara de forma y tamaño, lo que era apenas un trozo de hielo comenzó a crecer desmesuradamente, tomando el aspecto de un gigantesco ser helado, con cabeza, tronco, brazos y piernas, un ser inhumano de más de cinco yardas de altura, que afirmó sus helados y enormes pies en el suelo apenas a una veintena de yardas de Benjamín.

A pesar de su gran tamaño, el monstruo de hielo se reveló pronto como un ser ágil y rápido. En apenas cuatro zancadas alcanzó a Benjamín, al que buscó derribar con un tremendo puñetazo helado. El chico se lanzó al suelo, pero el gélido monstruo se dispuso entonces a pisarlo con aquel pie desmesurado, que podría haber triturado un caballo. Benjamín rodó sobre sí mismo, todo lo rápido que podía, mientras el monstruo estaba a punto de aplastarlo con cada enorme pisotón. Tenía que hacer algo, no podía seguir así, el monstruo cada vez pisaba más cerca de su cuerpo. Desde el castillo, sin embargo, acudieron en su ayuda. Un grupo de soldados, dirigidos por su padre, lanzaron una nube de flechas y de venablos contra el monstruo, que se revolvió irritado por aquellos proyectiles. Por un momento, se desentendió del joven y avanzó impresionante hasta el cercano castillo. Levantó una inmensa mano de hielo y la abatió en vertical sobre los muros de la fortaleza, que cedieron y se abrieron como si estuvieran hechos de papel y no de fuertes bloques de piedra. Varios defensores cayeron desde lo alto de las almenas al foso, y el propio Cleto estuvo a punto de caer; mas sus hijos mayores consiguieron sujetarlo en último extremo.

Mientras tanto, Benjamín había conseguido recuperarse. Sopesó cuál de los amuletos debía utilizar ahora, y pronto encontró el que necesitaba. Ya volvía el monstruo de hielo contra él cuando, con su pensamiento, el príncipe decidió utilizar el Poder del Fuego. La llama que le seguía a todas partes desde hacia casi veinticuatro hora se le colocó en la mano derecha, sin producirle dolor ni lesión alguna. Como si supiera qué es lo que tenía que hacer, aunque no lo hubiera hecho nunca, levantó la llama y la dirigió hacia el gigante que se le echaba encima. Aquella breve brasa se convirtió en una lengua de fuego, un río ardiente y poderoso que se precipitó sobre el gigante helado, quien, desprevenido ante tan prodigiosa fuerza, sólo pudo retroceder, inhumanamente aterrorizado, trastabillando y cayendo de espaldas. Poco después, hielo y fuego eran apenas un gran charco humeante ante las malparadas murallas de Madrona. La bruja aulló en el cielo; se tiraba del cabello, y relámpagos le brotaban de los ojos, inyectados en sangre.

–¡Maldito seas, hijo de la estirpe de Blasco, mi más grande enemigo! Pero no te saldrás con la tuya. Esta vez es a muerte, entre tú y yo, solos los dos.

Y la bruja comenzó a girar sobre sí misma, en la nube negra que le servía de vehículo de vuelo. Pronto alcanzó una velocidad inverosímil, y la tierra vibró como si se abriera. La nube negra descendió hasta el suelo, y del lugar donde Milona todavía giraba sobre sí misma, hasta el punto de ser ya irreconocible, comenzó a surgir algo extraño y tenebroso: tenía la piel verde y crecía y crecía. Presentaba todo el aspecto de un dragón, grande y apestoso. La cabeza era negra como ala de cuervo, y los ojos refulgían como centellas del Averno. Medía no menos de cien yardas desde la punta del cuerno que tenía en la frente hasta el extremo de la gigantesca cola. Batió ésta sobre el suelo y produjo tal estremecimiento en la tierra que todos los seres vivos en tres leguas a la redonda botaron, contra su voluntad, sobre el lugar en el que se encontraban.

Benjamín tragó saliva. Milona se había convertido en un monstruo espantoso, un dragón enorme con todo su talento para la magia negra, con todas sus habilidades y astucias de vieja bruja en el cuerpo de una demoledora bestia infernal.

El dragón abrió sus fauces y de aquella boca apestosa y grande como una cueva partió un tremendo lago de fuego que derribó el torreón de Madrona. Afortunadamente, Cleto y sus hijos se encontraban en el aposento de Blasco. El emblemático torreón cayó hecho una ruina, estando a punto de sepultar a Benjamín, quien, desde el suelo, estudiaba la forma de intentar defenderse de aquel monstruo. Estaba claro que, agotados ya cinco de los siete amuletos, tenía que afinar mucho en la utilización de los dos que le quedaban, porque se enfrentaba a un peligro mucho mayor que todos los anteriores. Si una de aquellas lenguas de fuego que el dragón arrojaba por su espantosa boca lo alcanzaba, podía darse por muerto y achicharrado.

Precisamente el dragón-Milona giraba ahora su enorme cabeza hacia él, mirándolo con aquellos desagradables ojos sanguinolentos, llenos de cólera. Habló Milona, y lo hizo con la voz animal de aquella pesadilla de la naturaleza.

–¡Ahora voy a por ti, niño malcriado, ya ha llegado tu turno!.

La boca se abrió y Benjamín vio un momento su interior: era como una cueva, efectivamente, y la lengua bífida y viscosa chorreaba una sustancia verdusca realmente repugnante. Se aguantó las arcadas y volvió a la realidad. El fuego comenzaba ya a brotar de las fauces del monstruo, así que no tenía tiempo que perder. Invocó mentalmente el amuleto del sombrero, que se colocó de inmediato en su cabeza. El joven desapareció de la vista de todos, al tiempo que salía corriendo hacia lo que quedaba del castillo. La brutal lengua de fuego que lanzó el dragón calcinó varias yardas a la redonda del suelo donde un momento antes estaba Benjamín, pero el monstruo alcanzó a ver que el chico había desaparecido.

–¿Dónde estás, cobarde? ¡Déjate ver, no te ocultes con tus torpes juegos de magia blanca, no te servirán de nada! Tarde o temprano te achicharraré—Y Milona lanzaba lenguas de fuego a diestro y siniestro.

Los árboles caían incendiados, la hierba ardía bajo los chorros de fuego del dragón, el castillo se desmoronaba bajo tanto castigo.

Entre tanto, Benjamín, invisible, terminó de urdir su plan para acabar con Milona: era muy arriesgado, pero era el único que se le ocurría. Esperó el momento adecuado, cuando el dragón giró hacia el bosque próximo para arrasarlo, y corrió entre las monstruosas patas de la bestia; la cola del animal estuvo a punto de derribarlo al moverse, pero el príncipe consiguió evitarlo. Con cuidado, se acercó poco a poco a la zona de la cabeza, donde el calor era insoportable.

Ahora llegaba el momento más peligroso. Todo dependía de su rapidez y agilidad. Se colocó exactamente debajo de la boca del dragón e invocó el poder del Acero. Sabía el joven que perdería entonces el don de la Invisibilidad, pero tenía que arriesgarse a ello para dar el golpe de gracia. En un momento, Benjamín apareció delante mismo de las fauces del monstruo, quien, al verlo, lanzó una carcajada y se aprestó a calcinarlo. Mientras aspiraba aire para ello, en la mano del joven apareció el amuleto de la espada, y Benjamín, tomando impulso, dio un salto prodigioso y se encaramó en la boca del dragón, agarrándose a los temibles colmillos; el fuego comenzaba a surgir ya al fondo de la garganta, así que el chico no lo dudó ni un momento. Con la espada por delante, se arrojó con todas sus fuerzas dentro del monstruo. Un calor inmenso lo rodeó de inmediato, y no supo más.

Desde el castillo, Cleto y sus hijos seguían con creciente temor la lucha. Habían visto desaparecer a Benjamín y habían comprobado la ira del dragón que todo lo destruía; pero habían visto reaparecer a su hijo y hermano, y la temeraria decisión que había tomado. Cuando el menor de los hijos de Cleto desapareció en las fauces de la bestia, el rey sintió como si el suelo se hundiera bajo sus pies: ¡su hijo pequeño había sido tragado por el monstruoso dragón de Milona! Fuera de sí, sin atender a sus hijos mayores ni a quienes querían detenerlo, tomó una espada y, a pecho descubierto, salió para luchar contra el dragón. Éste pronto reparó en él, y se disponía a lanzarle una de sus tremendas lenguas de fuego cuando, de repente, emitió un chillido espantoso, que hizo temblar toda la tierra visible hasta el horizonte, y se desplomó cuan larga era con su cuerpo de horrible dragón.

Todos quedaron maravillados. ¿Qué le había pasado al monstruo? Como por ensalmo, el enorme dragón comenzó a pudrirse a marchas forzadas, como si fuera un cadáver de muchos años; en apenas un minuto sólo quedó la osamenta, una gigantesca jaula de huesos. Pero algo se movía aún allí dentro: sonaba un ruido como metálico. Cleto levantó la espada, dispuesto a acabar con lo que fuera. Uno de los huesos del costillar cedió como si fuera de papel, y tras él apareció un Benjamín chamuscado, con el pelo parcialmente quemado y, el que le quedaba, de color blanco, como si hubiera envejecido prematuramente. Portaba aún la espada del amuleto, pero la soltó enseguida. No podía ya ni con su alma.

Cleto corrió a sujetarlo, y el joven cayó en sus brazos, totalmente extenuado. Acudieron Mascleto y Anacleto, e incluso el viejo Blasco, desde su ventana, lanzaba débiles gritos de júbilo, apretándose aún el vendaje sobre la herida.

Transportaron a Benjamín al aposento de Blasco, a requerimiento del viejo, que quería examinarlo. Tras hacerlo con gran esfuerzo de su decaído físico, el abuelo determinó que, afortunadamente, el chico sólo tenía algunas heridas, como la de la pierna que le infligió Milona con un rayo, y varias quemaduras que no parecían graves.

Despertó Benjamín, y todos le interrogaron sobre lo que ocurrió cuando entró en el dragón. Aún fatigado, el joven príncipe relató que, por unos momentos perdió el sentido, pero que luego se encontró dentro del vientre del monstruo. Tras conseguir recuperarse del aturdimiento y acompasar la respiración en aquella atmósfera viciada y plagada de vapores sulfurosos, escaló la pendiente del estómago hasta llegar a la zona donde intuía que debía estar el corazón. Colocó el oído sobre la superficie purulenta del vientre, y allí sonaba, en efecto, un monstruoso latido, con una cadencia infernal. Levantó con las dos manos la espada y descargó con todas sus fuerzas el Poder del Acero sobre el corazón de la bestia. Después de eso apenas recordaba más que se encontró en medio de un bosque de huesos, y que usó la espada para romper uno de ellos y salir al exterior.

Blasco sonrió dulcemente a su nieto.
–Hijo mío, has conseguido lo que era imposible. Tú solo, sin ayuda de nadie, has salvado a Madrona del asedio de un demonio y has librado al mundo de un poder malvado como nunca han conocido los tiempos.

El rostro de Benjamín se ensombreció un momento. Cleto lo interrogó:
–¿Qué te ocurre, hijo?
–Reverte, mi fiel caballo, mi compañero de tantos años… quedó tendido en el campo, a muchas leguas de aquí, muerto… – de los ojos aún vidriosos del chico caían ardientes lágrimas.

De repente, un inconfundible relincho sonó en el exterior. Benjamín, débil y apalizado como estaba, saltó de la cama y se precipitó hacia la ventana. En el exterior, correteando entre la hierba chamuscada y los árboles todavía humeantes, Reverte trotaba, con una herida en el costado pero sin duda vivo… y coleando.

FINAL

Capítulo 14 – Los Siete Poderes

Muralla del castillo

© Enrique y Jorge Colmena  ( Todos los derechos reservados por los autores )
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Foto Flickr «Figura de hielo»: Edgar de León