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Benjamín corrió hasta situarse a la vista tanto de Milona como del rey Cleto, que resistía valerosamente en el torreón, arropado por Mascleto y Anacleto.

Agua

Capítulo 13 – Los Siete Poderes

El joven príncipe pudo ver también al viejo Blasco temerariamente situado en la ventana de su aposento, erguido y con las lágrimas arrasándole la cara, al ver cómo la bruja destruía su hogar, pero manteniendo la mirada en el horizonte, esperando todavía, contra toda esperanza, la llegada de su nieto. Cuando finalmente lo vio, corriendo y tras él la corte de amuletos, el viejo no pudo reprimir una exclamación que le salió de lo más profundo de su alma.

–¡Bravo, hijo mío, llegas a tiempo aún!

Milona, desde su atalaya, contemplaba la escena y no podía dar crédito a sus ojos; no hacía ni diez minutos que había visto cómo el joven príncipe había sido sepultado por la bola de fuego que le lanzó, y ahora estaba allí, corriendo a su encuentro, con los amuletos danzando a su espalda. Pero no importaba; si antes no estaba muerto, lo estaría en pocos segundos. Maniobró con la nube hasta colocarla frente al muchacho, que se había detenido ante el movimiento de la maga. Les separaban apenas cien yardas, la bruja sobre la nube, el chico afirmando los pies en el suelo.

La bruja decidió repetir su último hechizo, segura de que el imberbe no podría escapar dos veces de la misma muerte: levantó ambas manos y proyectó con ellas una gran bola de fuego que cayó a una velocidad endiablada sobre el joven. Benjamín, de inmediato, pensó en el cuenco del agua y éste se colocó en su mano, con su parte abierta en dirección a la bola que se acercaba peligrosamente. Del cuenco surgió un potentísimo chorro de agua, como un obús, en dirección a la bola ígnea, produciéndose un choque brutal entre ambas fuerzas: por un momento bola y chorro mantuvieron una enconada pugna, pero la persistencia del surtidor de agua terminó por hacer ceder a la bola ardiente, que acabó por apagarse totalmente.

Milona lanzó un horrible juramento. ¡Aquel mocoso se había atrevido a utilizar el Poder del Agua contra ella! Eso no quedaría así. Alzó el vuelo en la nube negra, hasta situarse sobre el castillo. Dirigiría toda su furia contra la familia del joven príncipe, que no tenían los poderes de su insolente hijo. Se lanzó en tromba sobre Cleto, quien empuñaba ya su gran espada, presto a vender cara su vida. A su lado, Mascleto y Anacleto enarbolaban sus tizonas, dispuestos a defender a su padre. Pero Milona no iba a utilizar artes de guerra, sino artes mágicas. Arrojó sobre los tres una red embrujada, que partió como por ensalmo de una de sus manos, y los tres bravos se vieron apresados sin dar tiempo a usar sus armas, que cayeron al suelo. Milona levantó en el aire la red, con su humano contenido, para que Benjamín la viera. El joven, que intentaba ver desde el suelo qué ocurría en el torreón, sintió helársele la sangre al contemplar a sus seres más queridos, aparte de su amado abuelo Blasco, apresados por aquella bruja. Repasó los amuletos y escogió enseguida: la capa se destacó de entre los demás y se le abrochó al instante al cuello. Abrió los brazos el príncipe y, aunque lo esperaba, no pudo dejar de sentir una bola en el estómago al despegar del suelo y volar directamente hacia Milona, que lo veía venir y se separaba de la red apresadora de rey y príncipes. Lanzó la vieja maga sus rayos contra el joven, pero éste los esquivaba con facilidad. Volaba con extrema sencillez, dirigiendo el vuelo simplemente con el deseo de su mente.

–¡Suelta a mi gente, bruja, esto es sólo entre tú y yo!—Gritó, con voz de trueno, el joven Benjamín.

–¡Ja, ja, ja! Te venceré a ti a través de ellos. ¿No lo ves, mocoso idiota?

Benjamín giraba en torno a la vieja, sin atreverse a despegarse demasiado para prevenir que la maga soltara la red, suspendida entonces a una distancia no inferior a las cincuenta yardas del suelo. Una caída desde esa altura sería la muerte segura de sus hermanos y padre. Pero la bruja, que adivinaba los miedos del chico, decidió jugar a fondo esa carta.

–¿Tanto los quieres, jovenzuelo? Pues te los entregaré si me das los amuletos.

Benjamín, suspendido en el aire, vaciló. El rey y sus hermanos eran lo más preciado del mundo para él, junto a Blasco. ¿Cómo iba a poner sus vidas en peligro, si estaba en su mano salvarlos?

De pronto, el abuelo habló desde su ventana, el rostro sereno y firme, no queriendo traslucir el dolor que le consumía.

–¡Hijo mío, no consientas en ese cambio! Esa maldita mujer quiere engañarte, y no perdonará la vida a mi hijo ni a mis nietos… –al pobre viejo se le quebró la voz, de pena, pero pronto la recuperó, con un esfuerzo sobrehumano—, aunque le entregues los Siete Poderes. ¡Úsalos contra ella, a toda costa!

Milona, furiosa, lanzó un rayo contra la ventana de Blasco, hiriéndolo en un brazo. El viejo cayó en brazos de los soldados que lo defendían, quienes lo transportaron al lecho mientras avisaban al médico de la fortaleza.

Benjamín, desconcertado tras el ataque de la bruja a su abuelo, no se dio cuenta de que la hechicera lo atacaba ahora a él, aprovechando su desconcentración. Un rayo le hirió en la pierna, y sintió cómo la sangre empapaba las mallas de su atuendo. Aquel dolor lo devolvió a la realidad y comprendió que Blasco tenía razón.

Giró en el aire con brusquedad y se lanzó en tromba sobre la bruja. Ésta, que se vio venir al joven como un obús, chasqueó los dedos y la red dejó de flotar en la nada para caer a peso. Benjamín, horrorizado, cambió velozmente de rumbo y se lanzó tras la red, que caía a plomo precipitándose hacia el suelo. El joven, sin pensarlo dos veces, alcanzó la red y la agarró con ambas manos. El tirón hacia abajo fue brutal, con el peso de tres adultos en caída libre. Pero la fuerza voladora de la capa era extraordinaria, y pudo contrarrestar tal peso y aminorar, poco a poco, la velocidad de caída. La mágica red y su contenido humano se aproximaba a tierra, pero ya, más que caer, flotaba descendiendo; con un esfuerzo supremo del joven príncipe, que mantenía la red cogida con ambas manos, la depositó en el suelo, apenas con un ligero golpe. Varios soldados salieron del castillo y liberaron al rey y a sus hijos Mascleto y Anacleto, mientras Benjamín, exhausto pero contento de haber salvado a su gente, prestaba atención de nuevo a la vieja bruja.

Milona no hacía nada por disimular su irritación: no había conseguido aún vencer al mocoso, y además tampoco había matado al rey Cleto y sus cachorros, como pretendía. Aquel combate se estaba alargando más de la cuenta, y el joven Benjamín se había demostrado un enemigo de cuidado. Pero ella sabía más por vieja que por diabla, siendo ambas cosas a la vez. La bruja abrió los brazos y lanzó un extraño conjuro:

–¡Que Belcebú llueva en forma de acero sobre el que porta los amuletos del Poder!

La tierra se estremeció como en un terremoto, el olor a azufre invadió el ambiente, y la sensación de la cercanía de un demonio infernal sacudió la espina dorsal de todos los seres humanos cobijados en Madrona. En el firmamento se formó, como de la nada, una extraña nube gris que se dirigió rápida como un pájaro hasta situarse a unas veinte yardas sobre la cabeza de Benjamín, que observaba inquieto aquel nuevo fenómeno. Una culebrilla eléctrica cruzó el cielo y la nube se abrió y dejó caer su carga: largas hojas de espadas de reluciente acero, sin puño, descendieron a toda velocidad sobre el joven príncipe, quien, horrorizado, apenas tuvo tiempo de lanzarse a un lado, mientras no menos de diez aceros se clavaban en el suelo, justo donde había estado un segundo antes; la nube modificó su posición y volvió a lanzar otra salva de hojas de acero, obligando a Benjamín a lanzarse de nuevo de lado, cayendo a tierra y quedando indefenso ante la tercera carga, que la nube arrojó al instante. Entre tanto, el joven había podido recuperar el dominio y reclamó mentalmente el amuleto del escudo. Inmediatamente éste se situó sobre su brazo, y los aceros que cayeron sobre él rebotaron como si fueran de madera; incluso aquéllos que cayeron fuera del radio físico de protección del escudo, pero sí sobre partes del cuerpo del joven, rebotaron como si existiera un escudo real donde sólo se veía aire; así que la protección funcionaba globalmente sobre la persona que lo empuñaba, con independencia de que lo cubriera físicamente o no.

Otras tres oleadas de aceros cayeron sobre el escudo, que los rechazó sin problemas. El campo cercano a la entrada de Madrona estaba sembrado de hojas de espadas, unas clavadas, las más informemente desperdigadas. La nube gris, exhausta, se disolvió en pocos segundos, como si no hubiera existido nunca.

Milona, desde la altura de su nube negra, maldijo aquel nuevo amuleto que le impedía vencer al imberbe joven; pero no era, ni mucho menos, su última arma. Levantó el vuelo y, desde gran altura, se tomó unos momentos para decidir cuál iba a ser su próximo paso.

En tierra, Benjamín no le quitaba ojo, pero al tiempo reclamó en voz alta noticias sobre el estado de Blasco.

–Padre, ¿cómo está el abuelo?

Cleto, desde la ventana del aposento del rey padre, donde se encontraba, le envió una sonrisa tranquilizadora.

–No te preocupes, hijo, parece una herida sin mayor importancia—Hizo una pausa, pero enseguida añadió—Hijo mío, estoy muy orgulloso de ti. Estás luchando bravamente, como nunca he visto luchar a nadie, y además estás utilizando muy sabiamente las poderosas fuerzas que has conseguido.

Benjamín sonrió reconfortado. ¡Era tan agradable oír tales palabras en boca de su padre, el rey!

Capítulo 13 – Los Siete Poderes

Muralla del castillo

© Enrique y Jorge Colmena  ( Todos los derechos reservados por los autores )
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Foto Flickr «Agua»: Ivan Rumata