Milona había recibido furiosa a Carroña en el Castillo Negro. Conocía lo sucedido leyendo la mente del buitre, que había intentado resistirse inútilmente a la capacidad mental de la bruja, queriendo ganar tiempo para inventar alguna excusa convincente.
Capítulo 8 – Los Siete Poderes
La maga lo recibió en el siniestro torreón feamente torcido que coronaba el tenebroso castillo. Apenas posó sus garras sobre la alfombra negra y mohosa del salón de la torre, Milona levantó una mano y un rayo surgió de la palma, tumbando al monstruoso ave con un fortísimo impacto en el pecho.
–¿Esto es lo que puedo esperar de ti, bicho inmundo? ¿Así es como me obedeces? No eres capaz ni siquiera de acabar con un imberbe mocoso, al que los hombres de Madrona envían a hacer el trabajo que deberían intentar hacer ellos… Cobardes, no valen todos juntos ni un meñique de mi pie… Se interrumpió, pensativa, momento que aprovechó Carroña para alejarse dolorida, aún humeante las plumas del pecho tras el impacto del rayo–. Pero la noche ha caído, y ése puede ser nuestro momento, Carroña: tienes una última oportunidad; si el mocoso consigue un solo amuleto más, terminarás ensartado en un palo y asado a fuego lento; de algo me aprovecharán esa pechuga y esos muslos rollizos; ya que no me sirven para mis fines, al menos llenaré la panza con tu carne, ja, ja, ja.
La risa de la vieja arpía heló la sangre de Carroña y habría tornado blancos los cabellos de cualquier mortal.
–¡Marcha ahora, Carroña, y no me vuelvas a decepcionar! ¡Aprovecha la noche y destroza a ese monicaco que pretende enfrentarse a mí con los amuletos de los Siete Poderes!.
El buitre se encaramó en la ventana y, sin mirar atrás, alzó el vuelo. La noche estaba serena pero no había luna. Para Carroña ése no era un problema: poseía un extraordinario poder, el de ver incluso en las peores condiciones de oscuridad. Voló hacia el Sur y pronto adivinó, en el horizonte, lo que parecían los restos de una hoguera. Voló en círculos sobre el objetivo: allá abajo, a poco más de veinte yardas, el joven se arrebujaba contra su caballo, cubiertos ambos por una gran manta. A poco más de media yarda resplandecían ligeramente los rescoldos de una fogata, próxima ya a apagarse. A un lado de hombre y caballo durmientes, como un prodigio inexplicable, aparecían suspendidos en el aire una tenue llama, un cuenco medio lleno de agua y una espada. El momento era propicio; Carroña tragó saliva dentro de su curvo y feo pico y se lanzó en tromba sobre el chico: pensaba caer con todo su peso sobre él, con las garras por delante, y levantarlo en el aire. Después, si aún se debatía entre sus garras, lo lanzaría al vacío cuando estuviera a gran altura. Éste era el fin de aquel mocoso que tantos quebraderos de cabeza le había proporcionado…
Carroña caía en picado hacia el chico, veinte, quince, diez yardas. A esa altura modificó el ángulo de caída y se colocó con las garras por delante, para agarrarlo bien fuerte en cuanto le cayera encima con todo su peso. Quedaban apenas cinco yardas para alcanzar su objetivo cuando, inesperadamente, la manta cayó a un lado y el joven levantó del suelo, donde había estado tapada por la manta, la gran lanza con la que ya había medido las costillas al buitre.
Benjamín, con gran destreza, colocó la lanza apoyada sobre el terreno, con la punta hacia arriba, y la dirigió hacia el pecho del buitre. Carroña vio la emboscada demasiado tarde: la velocidad que llevaba le hacía imposible detenerse ni siquiera modificar el rumbo, así que sólo pudo emitir un estremecedor chillido, como un diablo, cuando la punta del venablo se abrió paso por el plumaje de su pecho, buscó la carne y lo atravesó limpiamente. Carroña había muerto por su propio impulso.
Benjamín todavía se quedó un momento aguantando la lanza, con el enorme peso que ahora portaba en su punta, como un espantoso estandarte de muerte. Lo arrojó a un lado, con un tremendo estrépito de huesos del buitre, ahora haciendo verdaderamente honor a su nombre. Reverte, a su lado, resoplaba chorreando de sudor.
Momentos antes de acostarse, Benjamín recordó un consejo que le dio, siendo niño, su abuelo, el sabio Blasco: «Hijo mío, cuando estés indefenso, guárdate siempre un as en la bocamanga«. El recuerdo y la visión de la lanza fue una sola cosa. La manta estaba al lado, ocultando parcialmente el arma, y el listísimo joven enseguida hizo la correspondiente relación. Antes de acostarse colocó la lanza junto a su caballo, y la manta los tapó a los tres, hombre, animal y adarga. El joven tenía el sueño muy frágil, y cada dos por tres lo despertaba cualquier ruido. Así que, cuando en el silencio de la noche, escuchó aquel ya familiar batir de alas acercándose cada vez más, no pudo sino alegrarse de los buenos consejos de su abuelo y se preparó para defenderse de aquel pajarraco y acabar de una vez por todas con él.
Tomó la lanza, presto a desembarazarla del cuerpo del animal, pero entonces sucedió algo extraño: colocó el pie sobre la carroña para sacarla de la adarga, pero parecía que no hubiera nada dentro; el cuerpo pareció desinflarse como si en vez de carne y huesos sólo hubiera aire en su interior. Pronto quedó sólo una especie de funda plumífera con pico, apenas unos despojos de lo que había estado a punto de producirle una muerte espantosa.
Arrojó a un lado aquel desecho y se sentó junto al fuego, que reavivó, incapaz ya de dormir más aquella noche.
Capítulo 8 – Los Siete Poderes
© Enrique y Jorge Colmena ( Todos los derechos reservados por los autores )
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Foto Flickr «Buitre»: Elfo Tógrafo