Entre tanto, desde el exterior del Castillo Negro, si hubiera habido algún espectador, habría escapado horrorizado. Milona había sabido con sus dotes telepáticas que Carroña había muerto, y su ira no tenía límites.
Capítulo 10 – Los Siete Poderes
Por los ventanales del castillo aparecían rayos y centellas que se perdían en el cielo, mientras tronaba como si hubiera una tremenda tormenta. La bruja apareció volando por una de las ventanas y ascendió hasta lo más alto del torreón. Desde allí, con la cara desencajada y echando espumarajos por la boca, habló con voz tonante:
–¡Juro que vengaré la muerte de mi más fiel aliado, de mi más fiel vasallo! ¡Ese jovenzuelo estúpido sabrá lo que supone ser el blanco de la ira de Milona!
Alzó los brazos y, prodigiosamente, el cielo se volvió negro como la pez, todo se llenó de nubes negras como ala de cuervo y el sol desapareció tras aquella cortina impenetrable.
En aquel momento, Benjamín observó alarmado el portento, pasando el día brillante y luminoso a convertirse en una especie de atardecer ya muy oscuro. Intuyó que Madrona estaba detrás de aquel encantamiento y susurró algo al oído de Reverte, que redobló su galope. Poco tiempo después, casi sin poder ver ya de tan oscuro como estaba, aunque apenas eran las once de la mañana, llegó hasta el ya clásico páramo donde debía estar el Quinto Poder. En el mapa estaba señalado con un escudo. Repitió el ritual de los ojos cerrados y concentración en la figura, y apareció de inmediato. Ahora el problema estaba en cómo conseguir aquel nuevo amuleto. Se acercó al escudo, que era redondo y brillante, tanto que alumbraba como si fuera una antorcha. No venía mal tal circunstancia, porque la luz del día prácticamente había desaparecido tras la espesa capa de nubes negras que Milona había desplegado sobre el reino.
¿Qué debería hacer para conseguir el amuleto? Estaba sin ideas, parecía como si el maléfico nublado hubiera actuado también en su mente, no se le ocurría nada. Se aproximó al amuleto, como había hecho ya en las ocasiones anteriores, para ver si la visión cercana le aportaba alguna inspiración. Pero no veía ninguna inscripción en la peña que lo atrapaba milagrosamente. Se sentía Benjamín vacío; una vez más, decidió recurrir a las enseñanzas de su abuelo. ¿Le había dicho alguna vez algo relacionado con los escudos? No recordaba… Aunque, pensándolo bien, ¿no le contó en cierta ocasión una historia que le había sucedido de joven con un escudo? Hizo memoria; sí, era algo relacionado con la lucha que tuvo con un enemigo, cuando ambos peleaban a muerte en una batalla. Blasco se encontró de repente sin su arma, que el contrario le había conseguido derribar de la mano, y tenía sólo su escudo, que además se le había caído al suelo. Al recogerlo, no tuvo tiempo de colocarlo correctamente, con la superficie plana hacia el contrario, y lo tomó con las manos por ambos lados, ofreciendo hacia su enemigo la superficie en la que estaba el asa del escudo. La espada del enemigo caía ya sobre él, y tuvo una inspiración: colocó el escudo de tal forma que el ángulo de la espada coincidiera con el asa, y cuando el arma cayó con toda su fuerza sobre el escudo, Blasco ensartó la espada con el asa y, de un brusco golpe lateral, se la arrebató a su enemigo, que quedó así desarmado, como él. Lucharon entonces cuerpo a cuerpo y Blasco, que era muy fuerte, consiguió vencerlo.
Aquella hazaña de su abuelo podía ser ahora la clave para obtener el amuleto. Pero, ¿cómo podía adaptarla a su situación? Se colocó a ras de suelo y miró por debajo del escudo, justo en la línea en la que éste se unía con la piedra. Quedaba un estrecho espacio, y desde allí podía verse, en efecto, el asa del escudo. Benjamín pensó que ya tenía la solución: tomó su cuchillo del cinto y, con sumo cuidado, lo introdujo en aquel estrecho espacio, hasta que consiguió ensartarlo en el asa. Después, con mucho tacto, procedió a girar la hoja del cuchillo para sacar el escudo lateralmente. Sin encontrar ninguna resistencia, el escudo salió sin problemas, y un momento después, él solo se desprendió del cuchillo y, como los anteriores amuletos, se elevó en el aire y quedó suspendido un momento. Cesaron los ruidos naturales, como ya era habitual, y tronó la conocida (pero no por ello menos estremecedora) voz de ultratumba.
–Quien me ha conseguido tendrá el Poder de la Invulnerabilidad si reúne los otros dos amuletos del Poder.
El escudo se colocó junto a los otros cuatro poderes, y Benjamín emitió un largo suspiro de alivio. Lo había conseguido, pero éste le había costado más que los otros. Cada vez parecía que fuera más difícil, y debía ser ya más de las doce, aunque no podía saberlo con exactitud, porque la espesa capa de nubes seguía cubriéndolo todo y le impedía ver la posición del sol. Montó a Reverte y animal y hombre galoparon con su extraña corte de amuletos que les seguían prodigiosamente.
Capítulo 10 – Los Siete Poderes
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Foto Flickr «Tormenta eléctrica»: elfer