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Era un castillo negro y perverso, una edificación mohosa y podrida donde Milona vivía amargada por lo que pudo haber sido, una vida junto a Blasco, convertida en reina de Madrona, si la maldad y la ambición no la hubiese inclinado a intentar robar el mapa de los Siete Poderes para convertirse en la mujer más poderosa de toda la Edad Media, con sus conocimientos de magia y la fuerza de los siete amuletos.

Castillo negro

Capítulo 4 y 5 – Los Siete Poderes

Milona estaba enfrascada en sus pensamientos, y los decía en voz alta a su único amigo, un buitre medio desplumado, enorme y con capacidad de entendimiento, al que había convertido en su brazo armado en las ocasiones en que no deseaba moverse del castillo para cometer sus fechorías. El buitre se llamaba Carroña, y la escuchaba con temor y reverencia.

–Carroña, no estoy segura de que ese viejo chiflado de Blasco no me prepare alguna trampa, así que creo que lo mejor será que te encargues de vigilarlo todo. Partirás ahora mismo a ver qué traman los del castillo, y me tendrás puntualmente informada. Además, tendrás poder para intervenir si lo crees necesario, siempre con el objetivo de que mañana, a las tres de la tarde, entreguen la fortaleza o, al menos, no tengan medios para oponerse a mi ira… Ja, ja, ja — las carcajadas resonaron ominosas en las altas paredes del castillo de la maga.

El buitre graznó y asintió con la cabeza. Abrió las alas, abarcando una envergadura enorme, y alzó el vuelo, perdiéndose enseguida en el horizonte.

Milona lo vio partir y volvió pronto a sus pócimas y encantamientos; algo le decía en su negro y reconcomido corazón que Blasco no se iba a quedar sin hacer nada, que el viejo carcamal aún querría echar por tierra aquella su última y definitiva victoria.

La llama

quinto capítulo

Llevaba el príncipe cabalgando alrededor de una hora cuando advirtió una pendiente de rocas muy escarpada. Según el mapa, por allí debía estar el primer amuleto, indicado en el pergamino como una especie de fuego que surgía de una peña, algo, por supuesto, que no podía ser. Pero Benjamín no conseguía ver más que riscos y peñascos, sin una sola mata u hoja verde, una especie de desierto en el que sólo se veía, de vez en cuando, algún lagarto o animal parecido.

Recordó entonces que su abuelo le había dicho que los amuletos sólo aparecían si la persona que los buscaba realmente lo deseaba con todas sus fuerzas, y se concentró en ello: cerró los ojos, los apretó fuertemente, y pensó sólo en ese fuego ardiendo en una roca. Al abrir los ojos, allí delante de él, como si hubiera estado siempre, había, en efecto, una fogata ardiendo inverosímilmente sobre un risco, sin combustible alguno que pareciera alimentarlo. Aquel prodigio consumió sólo un momento de la sorpresa de Benjamín, que pronto comenzó a pensar cómo conseguir arrancar aquel fuego del lugar de donde extrañamente brotaba. Recordó al momento que, si fallaba en obtener alguno de los amuletos, el poder que éstos poseían lo aniquilaría al punto, así que, en este caso, moriría abrasado, una muerte no precisamente poco dolorosa…

Pero, ¿cómo iba a separar un fuego de la roca donde ardía? Aunque era muy inteligente, Benjamín se sentía perdido. No se le ocurría nada. Se llevó la mano maquinalmente a la cabeza, en actitud de rascársela, como hacía cuando se encontraba con un problema aparentemente insoluble, pero tropezó con el casco que llevaba ajustado. Como si se hubiera encendido una luz en su cabeza, se le ocurrió una idea; quizá fuera descabellada, pero era la única que tenía: se quitó el casco, lo puso boca abajo y se acercó al fuego; con sumo cuidado, colocó el casco tapando las llamas y esperó un momento. Lo levantó entonces y, ¡oh, prodigio!, el fuego ya no estaba en la roca… Miró dentro del protector para la cabeza y allí estaba la llama, ardiendo increíblemente, sin que calentara lo más mínimo su insospechado recipiente. Los ruidos naturales del entorno cesaron al momento y una voz como de ultratumba habló una sola vez:

Quien me ha conseguido tendrá el Poder del Fuego si reúne los otros seis amuletos del Poder.

Y la llama, como movida por un resorte, saltó del casco, que quedó exactamente igual que estaba antes, sin señal de quemadura alguna. La llama quedó suspendida en el aire, situándose tras Benjamín, a una distancia de una yarda, y, maravillosamente, a donde quiera que se movía el joven, el fuego lo seguía.

Pero el muchacho no vio que, a gran altura, un buitre de apariencia horrenda y malévola, el pérfido Carroña, lo había contemplado todo. Graznó el animal y, con sus poderes telepáticos, relató a Milona con el pensamiento lo que había visto. Milona, desde el Castillo Negro, le ordenó intervenir y matar al jovenzuelo.

Carroña se lanzó en picado contra el chico, que oyó un sonido extraño y miró al cielo justo en el momento de verse caer encima una mole emplumada. Benjamín se lanzó a un lado y el buitre erró el tiro; al fallar, Carroña cayó del lado contrario al del chico, que ya se había incorporado y, tomando su lanza, la volteó y asestó un golpe fortísimo al pajarraco, alcanzándolo de pleno en el pecho, aunque no con la punta del arma sino con la parte de madera. El buitre, dolorido, levantó el vuelo y se retiró a una distancia prudencial, lejos del alcance del brazo de Benjamín.

El chico, aún asustado por el ataque, pronto adivinó que aquél no había sido casual, sino con toda seguridad una artimaña de Milona para acabar con él. Así que la vieja maga ya estaba al tanto de lo que pretendía. Tendría que tener aún más cuidado a partir de ese momento. Llamó a Reverte con un silbido, y el caballo llegó al instante con su trote suave. Montó y echó un vistazo al mapa. El segundo amuleto parecía un cuenco colocado sobre una peña. ¿Qué habría de hacer para conseguirlo? En ese pensamiento se enfrascó mientras enfilaba, al galope, hacia el Oeste, donde, según el pergamino, se encontraba el segundo Poder.

Capítulo 4 y 5 – Los Siete Poderes

Muralla del castillo

© Enrique y Jorge Colmena  ( Todos los derechos reservados por los autores )
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Foto Flickr «Castillo negro»: Héctor Gómez Herrero