(comentario aparecido en Nuevo Mundo, © Carlos Antognazzi)
Los cuadernos de don Rigoberto
Casi diez años después Vargas Llosa retorna a la familia de don Rigoberto, la apetecible doña Lucrecia, la suspicaz Justiniana y el ambiguo Fonchito. Han pasado seis meses desde la ruptura conyugal que desencadenara Fonchito en Elogio de la madrastra (Tusquets, 1988), cuando una tarde aparece en casa de doña Lucrecia. Ante el reproche de la madrastra pide perdón, y poco a poco logra introducirse nuevamente en la vida de esa mujer que porta orgullosa la armonía de sus cuarenta años. Pero nunca se puede estar seguro de Fonchito: «¿Es un monstruo? (…) ¿Se da cuenta de lo que hace, de lo que dice? ¿Hace lo que hace sabiéndolo, midiendo las consecuencias? ¿O, es posible que no? ¿Que sea, simplemente, un niño travieso, cuyas travesuras resultan monstruosas, sin que él lo quiera?» (p. 370).
Estética
La novela está estructurada en nueve capítulos y un epílogo. En cada uno aparece alguna anotación de don Rigoberto y una misiva anónima, que tendrá importancia en la segunda mitad del libro. De esta manera la acción de los personajes transcurre por un carril, y la acción de la imaginación erótica por otro, pero no como secuencias antagónicas sino como un contrapunto preciso, dos caras de una misma moneda. Anteriormente el autor utilizó esta técnica en La tía Julia y el escribidor , donde fusionaba la historia de los protagonistas con los radioteatros desquiciados que escribía Pedro Camacho.
En Elogio de la madrastra Vargas Llosa provocaba este contrapunto apoyado por una pinacoteca y las voces de los modelos de los cuadros. Ahora no aparecen las reproducciones de los cuadros, pero son citados y minuciosamente descriptos. Hay referencias a quella novela, pero es aquí donde el tema alcanza su plenitud.
El autor sostiene una idea que no todos comparten o logran llevar a la práctica, lo que no implica, claro está, que termine siendo, como toda actitud definitoria, un reduccionismo al que perfectamente se le pueden encontrar excepciones (utilizando, incluso, los mismos ejemplos que aporta el escritor): «La obligación de una película y de un libro es entretenerme. Si viéndola o leyéndolo me distraigo, cabeceo o me quedo dormido, han faltado a su deber y son un mal libro, una mala película. Ejemplos conspicuos: El hombre sin cualidades , de Musil, y todas las películas de esos embauques llamados Oliver Stone o Quentin Tarantino» (p. 287).
Al margen de la controversia, la novela entretiene. Las casi cuatrocientas páginas se leen sin que se noten. Frases ajustadas, gracia, desparpajo, hacen de este un libro inteligente y diáfano, de lectura gozosa.
Los cuadernos
Desde sus cuadernos don Rigoberto critica los cánones establecidos por la moda y promueve, entre otras cosas, las formas renacentistas. La imaginación es un elemento esencial. Los cuadernos muestran las fantasías al desnudo, las apetencias y placeres más privados, pero siempre desde una óptica controlada, entre risueña y provocativa. Escribirlos no es solo un deseo de fijarlos ante el devenir del tiempo: esos cuadernos son el verdadero motor de la novela, su eje y nexo y, al fin de cuentas, el sentido ético y objetivo estético de Vargas Llosa: es a través de esos ensayos que el universo hedonista cobra vida. Todos giran en torno a la filosofía del amor carnal, desde Rigoberto a la madrastra y a Fonchito, que no vacila en servirse de ellos para su estrategia. En realidad, la aventura de los protagonistas es el pre-texto que da marco al texto de esos ensayos.
El capítulo «Carta al lector de Playboy o tratado mínimo de estética» es un dechado de elegancia y sarcasmo sobre los cuerpos que hiciera -y hace- famosos Hugh Heffner, además de sugerir una concepción estética general: «Todo lo que brilla es feo. Hay ciudades brillantes, como Viena, Buenos Aires y París; escritores brillantes, como Umberto Eco, Carlos Fuentes, Milan Kundera y John Updike, y pintores brillantes como Andy Warhol, Matta y Tapies. Aunque todo eso destella, para mí es prescindible. Sin excepción, todos los arquitectos modernos son brillantes, por lo cual la arquitectura se ha marginado del arte y convertido en una rama de la publicidad y las relaciones públicas, por lo que es conveniente descartar a aquellos en bloque y recurrir únicamente a albañiles y maestros de obras y a la inspiración de los profanos. No hay músicos brillantes, aunque lucharon por serlo y casi lo consiguieron compositores como Maurice Ravel y Erik Satie. El cine, divertido como el ludo o la lucha libre, es postartístico y no merece ser incluido dentro de consideraciones sobre estética, pese a algunas anomalías occidentales (esta noche salvaría a Visconti, Orson Welles, Buñuel, Berlanga y John Ford) y una japonesa (Kurosawa)» (p. 286).
Libertad contra viento y marea
El tema central, no obstante, es la exaltación del individuo (no confundir con individualismo, por favor). El libro es un canto a la libertad nacido desde lo más profundo del ser humano, que es su conducta erótica, su relación con el cuerpo en la intimidad, su actitud hacia la piel propia y ajena.
Vargas Llosa legitima lo individual por sobre lo colectivo, destaca el valor del hombre de carne y hueso por sobre la muchedumbre mediatizada. Pocas veces logra plasmarse una idea con tanta sutileza y contundencia. Mal que le pese al autor, quien lo hacía últimamente era Milan Kundera, aunque desde un racionalismo extremo. Vargas Llosa, en cambio, apela a lo empírico, y allí es donde la novela alcanza con comodidad su objetivo y trasciende.
Refiriéndose a la presunta «democracia» del sexo, el autor sostiene que es una idea absurda. «La democracia solo tiene que ver con la dimensión civil de la persona, en tanto que el amor -el deseo y el placer- pertenece, como la religión, al ámbito privado, en el que importan sobre todo las diferencias, no las coincidencias con los demás. El sexo no puede ser democrático; es elitista y aristocrático y una cierta dosis de despotismo (recíprocamente pactado) suele serle indispensable» (p. 290).
La actitud de Vargas Llosa tiene algo de cruzada. No en vano esta novela se constituye en «manifiesto», y no en vano el autor proclama «la única forma de heroísmo que nos está permitida a los enemigos del heroísmo obligatorio: morir firmando con nombre y apellido propios, tener una muerte personal» (p. 251). Los cuadernos de don Rigoberto confirman la presencia del autor como uno de los escritores más importantes de lengua española, y marcan su regreso a la gran literatura, aquella de aliento totalizante que ejemplificara con La casa verde , Conversación en La Catedral o La guerra del fin del mundo .
Carlos O. Antognazzi
Santo Tomé, abril de 1997.
[comentario aparecido en Nuevo Mundo, © Carlos Antognazzi]